SAN CHARLES DE FOUCAULD
Un joven rico
Charles de Foucauld (1858-1916), un joven rico y artistócrata francés que había perdido a sus padres de niño y su fe en la adolescencia, es un joven cadete en la prestigiosa academia militar de Saint-Cyr y disfruta plenamente de la vida. O tal vez, al igual que aquel joven rico que corre hacia Jesús para preguntarle qué hacer para heredar la vida eterna (cfr. Mc 10,17-22), siente un vacío inexplicable que intenta llenar con placeres mundanos. Un compañero de clase recuerda: «Si nunca has visto a Foucauld en esta sala, recostado indolentemente en un cómodo sillón mientras saborea un sabroso bocado de paté de fois gras que baja con fino champán, entonces nunca has visto a un hombre disfrutando de la vida”.
Tras graduarse, Charles se embarca en una misión militar y una expedición geográfica a Argelia. Aquí, en el vasto silencio del desierto, entre los nómadas cuyo estilo de vida es tan diferente del suyo, ese vacío que el joven soldado había intentado llenar con los bienes de este mundo comienza a hacerse sentir. Surge en él una pregunta silenciosa y comienza a rezar: «Dios mío, si es cierto que existes, permíteme conocerte».
“Ve… Véndelo todo… Ven”
En 1886, a su regreso a Francia, el joven de 28 años confió su tormento interior a un sacerdote, quien le sugirió que se confesara, y así lo hizo. Llega la fe y, con ella, las exigencias. «Ve… véndelo todo… ven»: así dice Jesús al joven del Evangelio, a quien mira con amor. Charles siente que la mirada de Jesús se posa en él de la misma manera imprevista e imprevisible que le había sucedido a aquel otro joven rico unos dos mil años antes. Sabe que está llamado a responder a ese amor con su vida.
Pero en este punto las historias de estos dos jóvenes ricos se separan: de hecho, el joven del Evangelio se marcha triste, incapaz de desprenderse de sus posesiones. Charles, en cambio, escribe: «En el mismo momento en que empecé a creer que existe un Dios, me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que vivir solo para Él». Así que vende y se va, primero a los monasterios trapenses de Francia y Siria. Tras completar sus estudios sacerdotales y ser ordenado en Francia, siente la llamada de volver al desierto. En el Sáhara vive la vida sencilla y austera de un ermitaño entre los nómadas tuareg. Quiere ser un adorador en el desierto, un «hermano de los más abandonados».
El padre Charles quiere evangelizar «no con palabras, sino con la presencia del Santísimo Sacramento, con la oración y la penitencia y con el amor fraterno y universal». En las notas que escribió a aquellos hermanos cuya vida esperaba que compartieran, pero que nunca concretó, escribió: “Toda nuestra existencia debería gritar el Evangelio”.
Gritar el Evangelio
En 1916, el padre Charles fue asesinado por unos bandidos. Su vida y su solitaria muerte fueron un fuerte «grito» de que el único Dios, misericordioso y benévolo, es el origen y el fin de todo amor. Este hermano en el desierto encarna esa gran «confesión» descripta por el Papa Juan Pablo II como la esencia de toda vida consagrada. A través de una «profunda configuración con el misterio de Cristo», escribió el Papa en su Exhortación apostólica Vita consecrata, «la vida consagrada realiza por un título especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano”.
La «confesión de la Trinidad» del padre Charles fue fructífera: tras su muerte, nacieron muchas otras comunidades, además de la comunidad religiosa específica que él había deseado. En 2022, el Papa Francisco canonizó al mártir Padre Charles de Jesús, un joven rico que había vendido todo lo que poseía para seguir al Señor.
S. ELIGIO, OBISPO DE NOYON
Orfebre generoso
Nacido alrededor del 588, originario de Chaptelat en Limousin, el “buen San Eligio” pertenecía a una familia acomodada de campesinos, que trabajaban su propia tierra a diferencia de tantos propietarios terratenientes, que se lo encargaban a los esclavos. Dejó a uno de sus hermanos al cuidado de la tierra y entró como aprendiz de orfebrería en un taller donde se fundía la moneda real según los antiguos métodos romanos. Ahorró una parte de los réditos provenientes de su familia, y los utilizó para la caridad con pobres y esclavos. Era tan hábil con los esmaltes como con la fundición del oro. Estas cualidades profesionales iban aparejadas con una honestidad escrupulosa. Cuando le pidieron que realizara un trono de oro para el rey Clotario II (613-629), le hizo otro con el oro sobrante, que no retuvo para sí.
Al servicio del rey
Este gesto, extraordinario para la época, le valió la confianza del rey que le pidió que se quedara en París como orfebre real, funcionario de la Tesorería real y consejero de la corte. Nombrado “monetario” en Marsella, rescatará a muchos de los esclavos que se vendían en el puerto. Cuando Dagoberto fue proclamado rey en el 629, es reclamado a París, donde dirige los talleres del reino franco en los que se acuña la moneda, que se encuentran sobre el Quai des Orfèvres, junto a la Rue de la Monnaie actual. Recibe entre otros, el encargo de embellecer la tumba de Santa Genoveva y San Denis. Realiza relicarios para San Germán, San Severino, San Martín y Santa Colomba, y numerosos objetos litúrgicos para la abadía de San Denis. Gracias a su honestidad, a su franqueza privada de adulación, y a su capacidad de juicio pacífico, obtiene la confianza del rey, que frecuentemente lo hacía llamar a su lado, hasta confiarle una misión de paz con el rey bretón Judicaël.
Obispo de Noyon
Eran grandes la piedad y la vida de oración de este laico, que frecuentemente participaba en los oficios monásticos. En el 632 funda el monasterio de Solignac en el sur de Limoges. En vida suya, el monasterio cuenta ya con más de 150 monjes que respetan dos reglas: la de San Benito y la de San Colombano; el monasterio queda bajo la protección del rey y no de la del obispo. El fervor religioso y el ardor en el puesto de trabajo lo convierten en uno de los monasterios más prósperos de su tiempo. Un año después de la fundación de Solignac, funda en su casa de L’Ile de la Cité, el primer monasterio femenino de París, cuya dirección confía a Santa Aurea. Después de la muerte de Dagoberto, al cual asiste en los últimos momentos de su vida, Eligio deja la corte junto a San Audeno, que había desempeñado el cargo de consejero y canciller. Como él, sigue la carrera eclesiástica y es ordenado sacerdote; el mismo día, el 13 de mayo del 641, reciben el episcopado: San Audeno, obispo de Rouen y Eligio obispo de Noyon y Tournai. Eligio puso todo su celo en la misión apostólica. Muere en el 660, la vigilia de su partida hacia Cahors. La santa reina Batilde, había emprendido el viaje para saludarlo, pero llegará demasiado tarde.
Una Iglesia de San Eligio en París
En París, se le dedica una Iglesia en el barrio de los herreros, de los ebanistas; la Iglesia de san Eligio, reconstruida en 1967. Una Iglesia destruida en 1793, le había sido dedicada en la Rue des Orfèvres junto a la “Casa de la moneda”. En la Catedral de Notre-Dame, en la capilla de Santa Ana, una vez sede de su confraternidad, los orfebres y joyeros de París, han ubicado su estatua y restaurado su altar.
S. NAHUM, PROFETA
El séptimo profeta menor, Nahum, que significa «Dios consuela», nació en Elcos, Galilea en el siglo VII A.C. En su libro se celebra con fina ironía el triunfo de la justicia divina: Nínive, la ciudad idolátrica, corrompida y opresora que había exterminado Tebas, ha sido arrasada por Babilonia.