La pasión y muerte de Jesús: ¿Qué sentido tiene?

(Por: Rafael Luciani).

Justificar la muerte de un inocente, como la de Jesús y, más aún, decir que era voluntad divina, sería hacer del mal un modo humano de actuar justificable por parte de Dios y los hombres. De ahí que sea tan relevante comprender el hecho histórico y el sentido teológico de la muerte y pasión de Jesús, no como un simple relato que se escucha en Cuaresma, sino como un acontecimiento que revela una realidad trágica y que nos debe poner a pensar hasta dónde somos capaces de llegar si nos dejamos convertir en verdugos, seducidos por el poder y el dinero.

El modo como asesinaron a Jesús, en una cruz, representa un gran escándalo para cualquier ser humano más allá de sus creencias. El madero era símbolo de la negatividad humana, el peor de los males deseados; también simbolizaba el rechazo divino, porque quien así moría era considerado un maldito de Dios (Dt 21,23).

¿Se podía, entonces, decir que el Padre bueno en quien Jesús creía había permitido una muerte así?

La muerte de Jesús no fue casual, ni fruto del azar o de la voluntad divina. Fue meditada, decidida y ejecutada por personas concretas (Jn 11,47.53), por hermanos de un mismo pueblo (Jn 7,1) que regían los destinos de una nación.

Fue justificada por representantes de instituciones religiosas y políticas oficiales (Jn 11,49-50) que veían en él a un peligro porque manifestaba una nueva forma de vivir —humanizadora—, cuya pretensión era reconciliar al pueblo disperso (Jn 11, 52) y proclamar una relación personal con Dios basada en un pacto inédito, sin la mediación sacerdotal ni la economía sacrificial del Templo (Jr 31,31-34).

Su vida hacía temer a quienes no querían perder el poder otorgado por los romanos, de cuyo estatus social y beneficio económico vivían (Jn 11,48-50).

Aunque la conflictividad fue creciendo de cara a las autoridades religiosas que lo entregaron (Jn 11,53), fue el poder político romano el que volteó la mirada ante un inocente y dictó la sentencia para que lo torturaran y asesinaran (Mt 27,24).

Las autoridades religiosas no tenían el derecho de ius gladii. Por eso armaron un expediente para justificar formalmente su muerte. Lo acusaron de ser un falso profeta (Dt 13,5). Así ganaban dos cosas: sumar a otros grupos religiosos que detestaban a Jesús, y darle una razón formal al poder imperial para que lo condenara y procesara como reo político (Mc 15,26). Todos podían seguir disfrutando sus cuotas de poder (Jn 11,50).

La muerte de Jesús, como la de cualquier inocente, nunca ha sido querida por Dios. Justificarla es sacralizar la acción del victimario y hacer que la desgracia que se inflige a otro sea aceptada como un sacrificiodivino, y es además negar las consecuencias de la responsabilidad de los sujetos concretos que torturan y asesinan, cuyas acciones los deshumanizan hasta el punto de convertirlos en verdugos y victimarios de otros.

Decir que Jesús murió por voluntad divina como víctima sacrificial es, pues, hacer de Dios un cómplice del mal ejecutado por los hombres (Sal 35), o un sádico que justifica el sufrimiento del inocente.

Jesús siempre tuvo la conciencia de que Dios estaba de su lado, acompañándolo en sus decisiones (Mc 12,6), pero actuaba con el realismo de quien sabe que su predicación del Reino y las duras críticas en contra del sistema religioso (Mt 23,1-36) y del político (Lc 13,31-32) le traerían como resultado su propia muerte (Lc 13,34).

Tengamos en cuenta, pues, que fue su vida vivida como entrega en el servicio y el amor al otro, la razón por la cual murió; y no olvidemos que el espíritu fraterno con el que vivió fungió como la razón por la cual lo mataron personas e instituciones concretas.

La humanidad de uno como Jesús es insoportable y se convierte en estorbo para las conciencias de aquellos que sólo viven del poder, el dinero y la muerte.

La clave para comprender el sentido de la pasión de Jesús no está en la muerte, como si esta tuviera un efecto salvífico en sí misma, sino en el modo filial y fraterno como él vivió su vida, y las consecuencias que esto le trajo (Neh 9,26).

La muerte de Jesús no tiene sentido, como no lo tienen la de tantas personas que mueren cada día a causa del hambre, la criminalidad, la violencia política que arrebata la vida. Sería inhumano justificarlas.

Lo que sí tiene sentido, y es salvífico —humanizador— es el modo en que Jesús asumió su muerte, y cómo se identificó a lo largo de su vida con los que sufren y así mueren, sin miedo alguno para denunciar que el Dios del Reino, a quien él le oró, no quería que esto ocurriese más en nuestro mundo, y rechazando a quien así actuase.

Jesús había vivido el amor en sus muchas formas: como perdón, liberación, sanación, reconciliación. Pero, especialmente, lo vivió de manera solidaria en su entrega a las víctimas, los rechazados por la sociedad y los enfermos (Mt 8,17). Y entendió que Dios solo actuaba con compasión y se oponía a los sacrificios (Mt 9,13; Sal 50).