San Juan Macías nació en Ribera de Fresno (Badajoz) el año 1585. A los cuatro años fue huérfano y desde muy niño se dedicó al oficio de pastor. Su vida está marcada por una primera educación familiar de especial devoción a la Virgen María, particularmente mediante el rezo del Rosario.
Las largas horas cuidando ovejas le permiten adquirir hábitos contemplativos. Piensa mucho en el texto del Apocalipsis: «vi un cielo nuevo y una tierra nueva» y lo identifica con las Américas, hacía poco descubiertas.
Emigra a América del Sur en una nave mercante y llega a Cartagena de Indias (Colombia) y más tarde a Lima donde pide el hábito de hermano cooperador, en el convento de Santa María Magdalena, en 1622, cuando contaba treinta y siete años.
El Rosario como salvador de almas
Fray Juan Macías es el prototipo de los devotos del Rosario. Desde su infancia, bebiendo la leche materna, aprendió a gustar de esta devoción. En su largo peregrinar por el mundo, conservó el rosario que le dejara como herencia su madre. Gustaba de rezarlo en forma permanente, implorando la misericordia del Señor por las almas del purgatorio. Por eso la iconografía religiosa lo representa librando a las almas del purgatorio con el rosario, y sus biógrafos acertadamente le han llamado «el ladrón del purgatorio».
A la hora de su muerte le reveló al prior del convento: «Por la misericordia de Dios, con el rezo del santo Rosario, he sacado del purgatorio un millón cuatrocientas mil almas”. Cuando oraba en el templo, con frecuencia oía el rumor suplicante de personas que le hablaban y no alcanzaba a ver; pero percibía claramente sus voces: “Fray Juan ¿hasta cuándo estaremos privadas de ver a Dios? Ayúdanos”. Y Fray Juan preguntaba: “¿Quiénes son Uds.?” a lo que claramente le respondían: “Somos las almas del purgatorio les respondían. Acuérdate de nosotras. Socórrenos con tus oraciones, para que salgamos de esta terrible soledad.”
Un dominico al servicio de la caridad
Fray Juan Macías fue un religioso seriamente comprometido con el acontecer histórico del Perú del siglo diecisiete, ya como pastor de ovejas, ya como religioso dominico. Fomentó la solidaridad y fraternidad, entre la gente que le rodeaba. Se ingenió soluciones reales para aliviar la miseria y la ignorancia religiosa, y condujo a muchos a un sincero cambio de vida.
Como religioso dominico realizó su vocación, poniendo al servicio de los que sufren lo mejor de sí mismo. Le preocupaban los hombres que, por ir en busca del oro y de la plata, se alejaban de Dios. Para lograr su conversión, rezaba incansablemente el Santo Rosario, hacía duras penitencias y multiplicaba sus servicios de caridad. Dialogaba con ellos y no quedaba tranquilo hasta hacerlos entrar por el camino de la conversión. Todo esto y mucho más, lo hacía en una atmósfera de oración. La Recoleta de la que fray Juan Macías era portero, era precisamente una casa de oración y contemplación, dentro de las normas de la estricta observancia regular. Fray Juan Macías llevaba muy metidas en el alma las palabras de San Pablo: «Sea que comas, que duerma o que hagas cualquier, cosa, hazlo todo para la gloria de Dios».
Para fray Juan no había horas consagradas a Dios y horas dedicadas al prójimo. Para él, dar de comer al hambriento o devolver la alegría al triste, era hacer oración. Más aún, su pensamiento siempre estaba clavado en Jesús Sacramentado, máxima expresión del amor de Dios a los hombres.
Una amistad al servicio de Dios
La amistad que unió a Fray Juan Macías, fray Martín de Porras y fray Pablo de la Caridad, ha dejado una huella profunda y luminosa en la vida cristiana de Lima.
Estos tres religiosos dominicos, sin letras ni números en la cabeza, armaron una estrategia admirable, para satisfacer el hambre de los pobres, curar sus dolencias y defenderlos de la explotación imperante.
De acuerdo a los modos de pensar y practicar la caridad en la época, crearon verdaderos centros de asistencia social (aunque ellos nunca lo llamaron así), donde los niños huérfanos, las muchachas abandonadas, los indígenas marginados, los esclavos enfermos y hasta los sacerdotes sin beneficio, encontraban alimento, abrigo y asistencia médica.
En su encuentro personal con el Señor en la oración, aprendieron a gustar y practicar las enseñanzas evangélicas. En cada pobre veían el rostro sufriente de Cristo, conscientes de que todo lo que se hace a ellos, se hace al Señor: «Cuanto hagan al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacen Y cuanto dejen de hacer al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo dejan de hacer». (Mt. 25, 40 y 45).
San Juan Macías murió en Lima el 15 de septiembre de 1645. Su cuerpo se venera en la basílica del Rosario. Fue beatificado por Gregorio XVI en 1813 y canonizado por Pablo VI el 28 de septiembre de 1975.