Durante la Eucaristía celebrada en el Santuario de las Nazarenas, Monseñor Juan José Salaverry, obispo auxiliar de Lima, recordó que “la oración auténtica no se pone por encima de los demás, sino que se reconoce necesitada de la misericordia de Dios. El Señor ve los corazones, no los méritos”, comentó en su homilía.

La liturgia de este domingo XXX del Tiempo Ordinario —explicó Monseñor Salaverry — guarda relación con el llamado de hace una semana a una oración insistente y confiada en el Señor. El evangelio de hoy (Lucas 18, 9-14) nos regala dos modelos de oración: la del fariseo y el publicano.
Ambas actitudes, la del fariseo religioso-cumplidor y el publicano arrepentido, son un reflejo del modo en que entendemos la fe. “Podemos decir que tenemos algo del fariseo porque somos cumplidores, pero, también, algo del publicano cuando, conscientes de nuestro pecado, bajamos la mirada y decimos: Señor, ten compasión de mí”, señaló el obispo auxiliar de Lima.
La misericordia de Dios es para todos, no para unos pocos
La oración del fariseo consistía en compararse con los demás y sentirse superior al resto por cumplir la ley. Este modo de entender la religión, advirtió el Monseñor Salaverry, puede desvirtuar nuestra relación con Dios y los demás: “Nuestra oración no puede ser una oración que compare: mis devociones son mejores que las otras, mi grupo es mejor que el otro. La misericordia de Dios se abre para todos”.
La oración auténtica no se mide por méritos, sino por la humildad del corazón que se presenta ante Dios. El Señor quiere nuestra salvación y nos enseña a orar no solo con palabras, sino con actitudes.
Nuestro obispo auxiliar de Lima aseguró que “Dios es el juez justo que no hace acepción de personas» porque «sabe escuchar con especial atención el clamor de los pobres”. Por eso, es necesario reconocer nuestra actitud de humildad frente al Señor: “La pregunta fundamental de este domingo es cómo es nuestra oración”.
Dios nos renueva y limpia con su gracia
Monseñor Juan José Salaverry reiteró que «Dios nos hace justos a todos», pero no somos nosotros quienes debemos justificarnos – como lo hizo el fariseo – asumiendo que merecemos la salvación por cumplir con la ley. La salvación nos viene de la gracia del Señor, que ve los corazones, no los méritos.
El fariseo se aplaude a sí mismo, se hace justicia por su cuenta. Pero el Señor justifica al publicano porque está arrepentido y presenta su corazón necesitado de gracia. Dios es un juez justo que no hace excepción de personas, no se deja condicionar por privilegios o renombre; tiene un especial cuidado para atender a los pobres y humildes.
Monseñor Salaverry exhortó a vivir nuestra fe reconociendo nuestros límites y pecados, presentándonos al Señor con sencillez: “Que nuestra oración sea humilde y nos ayude a transformar nuestros corazones desde nuestro pecado o desde nuestro buen comportamiento, para crecer en la vida de la gracia”.
Finalmente, citando a Santo Tomás de Aquino, acotó: “Dios es justo y misericordioso; la justicia sin misericordia es crueldad, y la misericordia sin justicia es el origen de una vida disoluta”.






