Por: Monseñor Carlos Castillo Mattasoglio
Arzobispo de Lima, Perú.
Hoy 13 de marzo celebramos ocho años del esperanzador Pontificado de Papa Francisco, para el mundo y la Iglesia. El don de un Pastor sensible y atento a toda vicisitud humana, histórica y coyuntural, que Dios nos regaló como guía espiritual.
Elegido tras un agitado drama eclesial, luego de la renuncia de Papa Benedicto, sus cardenales electores acogieron las escuetas y sabias, claras y sencillas líneas programáticas: evangelizar saliendo a las periferias existenciales; superar la autorreferencialidad que enferma a la Iglesia y no deja salir a Jesús; superar la mundanidad espiritual autocomplaciente de su propia luz que no deja pasar la luz del Señor que todo lo reforma para el servicio de la salvación; un Papa contemplativo que ayude a salir a la Iglesia como madre fecunda que anuncia la alegría del evangelio.
En efecto, se trataba de salir de un estancamiento eclesial para recuperar para estos tiempos la perspectiva evangelizadora del Vaticano II, y el aporte de la Iglesia latinoamericana, mediante el anuncio de la Alegría del Evangelio y la cercanía del Reino de Dios a la humanidad, especialmente frágil, marginada y pobre.
Desde el inicio Francisco quiso situar a nuestra Iglesia ante un mundo en crisis histórica extrema y epocal. Fundado en su lectura creyente, y por tanto, realista de los signos de estos tiempos, no solo interesó a Francisco la crisis humana de la familia y de la juventud, en tres sínodos, sino que enmarcó estas realidades humanas en el ancho y largo norte de una crisis de larga duración, donde una manera de ser humano llegaba a su fin y otra empezaba a nacer.
En “Laudato Sii”, mostró el tipo de ser humano que fenecía, aquel que eleva por encima de todo al individualismo absoluto y dominador, ávido de poder y de ganancia especulativa, indiferente al sufrimiento humano. Y con “Querida Amazonía”, atendiendo al movimiento resiliente humano y natural, nos anuncia que es posible percibir ya y soñar el mundo que surge, abrazados por la inmensa espiritualidad relacional que nos habita. Francisco nos restituyó al sentido del Dios encarnado en las heridas de ambos mundos, y mostró como El: cura, recrea y libera, partiendo de las mismas heridas.
Así fue contemplando, valorando, apreciando y alentando los signos de esperanza que van surgiendo entre los marginados del mundo, y que expresan en gran parte los “movimientos populares”. Convoca así a fortalecer y promover iniciativas muy diversificadas de acción desde la base de la sociedad para responder a múltiples exigencias y urgencias. Su lectura creyente de los signos le impulsa a buscar en lo escondido de la humanidad.
Con la clara visión teológica de Isaías: “Tu eres un Dios escondido”, Francisco intenta contemplar, comprender, comunicar y animar a crecer en la viva presencia dinámica de este Dios que ve desde su escondite en los silenciados de la historia. De allí su atención y escucha constante a la multiplicidad de problemas y nuevos relatos de la humanidad descartada de hoy, de sus culturas, su religiosidad, sus diversas religiones, su condición de hombres y mujeres migrantes, en marginación y maltrato, así como está atento a los pueblos destruidos por las guerras y el terrorismo, el hambre y la miseria, a los mayores que enferman y mueren por covid-19, a las poblaciones originarias excluidas, a los niños y jóvenes del mundo que claman por amor, justicia y paz.
Pero también Francisco ha ido rastreando y percibiendo que una forma de Iglesia que está acabando y otras formas nacen y la renuevan. Se quebraba definitivamente un modo de vivir la fe enmarcada en estrechos márgenes, una forma de catolicismo clerical y neopelagiano, cerrado en su mirada y que encierra a Jesús, buscador de perpetuidad, triste e insensible al Jesús peregrino en nuestras galileas. Comenzaban a nacer formas de catolicismo más laical y pastoral, inspiradas en la gracia gratuita de Dios, alegre, abierto de mirada, capaz de conversión y salida, sensible amorosamente a Jesús que habita en cada herida humana y en cada herido, persona y pueblo.
Francisco, así, ayudó con lucidez innegable a prepararnos para esta primera gran crisis sanitaria global. Aunque no sabía exactamente cómo se manifestaría la gran crisis epocal, su visión creyente de la complejidad lo llevó a anunciar una especie de tercera guerra mundial “a pedacitos”, que podía manifestarse en situaciones sorpresivas. Francisco, sin catastrofismos apocalípticos, nos enseñó a meditar sobre el significado de la pandemia dentro de la gran crisis, y a percibir la oportunidad que esta plantea para mejorar como humanidad.
En plena pandemia, Francisco en medio de la plaza solitaria nos dio un aliento de esperanza. El Dios escondido en medio de la tempestad dormita en la popa de nuestra propia barca zarandeada. Así, vuelve sobre las experiencias de desdicha de los últimos. Aunque pequeñas, las percibe, las acoge, las comprende, las valora, las recoge, las ayuda a reconstruir, y aprecia su “movimiento” activo. Intentando imaginar en medio de la mortandad general un “plan para resucitar”, preparó “calladamente” Fratelli Tutti, contemplando el “movimiento” del buen samaritano, que se distingue por su inmersión solidaria con las víctimas y renunciando a cualquier complicidad o indiferencia. Nos hizo percibir a Jesús recreando vínculos fraternos en el testimonio solidario de miles de enfermeras, médicos, trabajadores de limpieza, policías, cuidadores de mayores y voluntarios.
Francisco confiando en el Espíritu del Padre y del Hijo, nos está conduciendo con sabiduría espiritual, a la hermandad de toda la humanidad, ayudando a hacer renacer al mundo desde fundamentos generativos que tanto anhelamos. Con Francisco, la Iglesia “madre fecunda” está anunciando un mundo generador de vida que supere la esterilidad productivista del dominio y del poder destructivo. Agradezcamos su misión de Pastor que cuida de todos y de todas.