INTRODUCCIÓN
“Tengo sed” (Jn 19, 28). Jesús pronuncia en la Cruz estas estremecedoras palabras. Te invito a escucharlas, a acallar otros ruidos para que resuenen en ti: ¡Tengo sed!
– ¿Qué pide Jesús? ¿Agua? ¿Está pidiendo Jesús de beber? A estas alturas de la pasión ha sido flagelado con crueles latigazos, ha tenido que cargar con la cruz a cuestas; el único líquido que ha recibido desde hace horas ha sido el de los salivazos de los soldados. Todo ello le ha provocado, sin duda, una seria deshidratación. ¿Por eso dice: “Tengo sed”?
– ¿A quién se dirige Jesús con estas palabras? ¿Está pidiendo que alguno de los que están allí, en el calvario, que tenga compasión de Él y le ofrezca agua? ¿O se dirige también a nosotros? ¿Qué nos quiere decir?
Si escuchamos con atención, podemos descubrir que Jesús al pronunciar estas palabras está haciendo suyo el grito del hombre, el grito del hombre sediento, agostado, sin agua, es decir, nuestro grito. Porque Él ha venido a asumir todo lo humano y ha querido también saciar nuestra sed.
Y, a su vez, la sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios Padre, que tuvo sed para saciar la nuestra, por eso envió a su Hijo, haciéndose uno de nosotros.
Para profundizar en esta sed, quiero aludir a un poeta español del siglo XX, Luis Rosales que, inspirado por san Juan de la Cruz, escribe estos versos breves, sencillos y profundos:
De noche, iremos de noche,
sin luna, iremos sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.
Vamos a detenernos en tres elementos de este poema: la SED, la NOCHE y la FUENTE, que nos remiten a JESÚS, al HOMBRE y al PADRE; y también nos adentran en la cruz, en el contexto en que se produce y en el horizonte al que nos abre.
I. La sed de Cristo.
Cuando Jesús dice “tengo sed”, está ya agotado. El cansancio de Jesús, es signo de su verdadera humanidad. Esa misma frase la había pronunciado, años atrás, cuando también fatigado del camino, se encontró con la mujer samaritana que fue a sacar agua del pozo, en medio del calor del mediodía y le dijo: «Dame de beber» (Jn 4, 6-7), es decir, “Tengo sed”. Aquella mujer se quedó muy sorprendida. No era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana. Asombro que aumentó cuando Jesús le dijo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le habrías pedido a él y él te habría dado el agua viva” (Jn 4, 10). Le pide de beber, pero en realidad le dice que es Él quien quiere darle su agua. Le habla de un agua capaz de saciar su sed y de convertirse en ella en un «manantial de agua que salta hasta la vida eterna».
Como a esta mujer, es como si Jesús hoy nos dijese en la Cruz: “Tengo sed de ti. Tengo sed de amarte y de que tú me ames. Tan precioso eres para mí que tengo sed de ti. Ven a mí y llenaré tu corazón y sanaré tus heridas. Te haré una nueva creación y te daré la paz aún en tus pruebas. Tengo sed de ti. Nunca debes dudar de Mi Misericordia, de mi deseo de perdonarte, de Mi anhelo por bendecirte y vivir Mi vida en ti, y de que te acepto sin importar lo que hayas hecho. Tengo sed de ti. Si te sientes de poco valor a los ojos del mundo, no importa. No hay nadie que me interese más en todo el mundo que tú. Tengo sed de ti. Ábrete a Mí, ven a Mí, ten sed de Mí, dame tu vida. Yo te probaré lo valioso eres para mi corazón porque Tengo sed de ti. Lo único que te pido es que te confíes completamente a Mí. Yo haré todo lo demás”[1].
Acabo de leer una oración de madre Teresa de Calcuta.
“Solo la sed nos alumbra”, dice el poema mencionado. ¿La sed de Dios? O ¿nuestra propia sed? Pero, ¿cuál es tu sed? ¿Qué te inquieta? ¿Qué tienes en el corazón que no te hace descansar, que te hace vivir en sequedad? ¿Cuál es tu tormento? ¿Tu noche? ¿Tu muerte?
II. Nuestra noche.
“De noche iremos de noche”. Sí, hoy caminamos en medio de la noche, en medio de tanto dolor, en medio de tanta muerte. La pandemia por coronavirus nos está obligando a mirar de frente nuestra debilidad, nuestra impotencia, la enfermedad, el dolor, la muerte. Sentimos sed porque nos falta el oxígeno y las camas hospitalarias, porque no hay chamba ni plata, porque en los cerros y en los asentamientos humanos no tenemos agua, porque ni siquiera hay suministros para las ollas comunes. La pandemia ha desenmascarado, a nivel local, nuestras carencias estructurales y, a nivel global, el desequilibrio, la inequidad en el acceso a los recursos como las vacunas. Tenemos la garganta reseca de gritar: ¡Tengo sed! ¡Tanta sed en medio de nuestras noches!
Pero entre tanta muerte, hay un anhelo de vida. Como dice el poeta Luis Rosales, “de noche, iremos de noche; sin luna, iremos sin luna”, es decir, a pesar de todo, seguimos caminando en medio de la oscuridad porque intuimos que hay luz en esta noche que vivimos y más allá de ella. Nos lo recordó el papa Francisco cuando vino a Perú en enero de 2018, en su homilía final en la base aérea de las Palmas: “Es allí, en medio de los caminos polvorientos de la historia, donde el Señor viene a nuestro encuentro”.
¡Tengo sed! Estas palabras de Jesús, dirigidas a los judíos de su tiempo, se actualizan hoy, pronunciadas de nuevo por el mismo Jesús, sediento en la Cruz, y dirigidas a cada uno de nosotros: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba (…) de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38).
Sí, Jesús es la vida y nos regala la vida; una vida plena, abundante, verdadera, eterna. Un agua que es capaz de calmar nuestra sed y de darnos vida en todas las dimensiones de nuestro existir e incluso, con su Resurrección, más allá de lo que soñábamos o imaginábamos de darnos esta vida nueva. ¿Crees esto? ¿Tienes sed de Dios? ¿Te atreves a gritarle a Él en medio de tu noche? ¿Cómo está tu fe?
En 1945, cuando la Gestapo llegó para llevarse a Dietrich Bonhoeffer a ser ejecutado, tuvo apenas tiempo de susurrar un último mensaje a un compañero de prisión para que lo transmitiera a su amigo: «Este es el fin, pero para mí es el comienzo… Nuestra victoria está asegurada»[2]. Bonhoeffer creía en la vida eterna, aunque le quitasen la vida, él iba a vivir.
III. El Padre, fuente de vida.
Volviendo al poema, se nos dice que “iremos de noche” pero “para encontrar la fuente, sólo la sed nos alumbra”. La sed, por tanto, no sólo nos habla de sequedad y de noches. Nos habla también del anhelo profundo que nos habita. La sed nos remite a la fuente, a la Fuente que es Dios mismo, a nuestro origen, a nuestra meta.
Origen. Encontrar el origen, conocer el porqué de mi existencia, tiene que ver con el sentido de mi vida. Significa encontrar un manantial de agua que sacia la sed del presente. La fe en la creación, en el Padre creador, brota de la pregunta sobre nuestro propio origen. Nuestra vida está acechada por la fragilidad existencial, pero cuando reconocemos que todo es gracia, comprendemos que lo primero en nuestra vida es un don y podemos vivir la gratitud. Dejarme abrazar por Dios Padre es reconocer que mi vida es regalo, reconocer que somos amados, que somos hijos e hijas, que hemos sido llamados a la vida, que hemos sido salvados de la no-existencia.
Meta. Jesús nos dice a cada uno de nosotros: “El que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial que conduce a la vida eterna” (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre, que es la fuente. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación filial con Dios. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios Padre.
Dice San Agustín: “Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él”. Sí, Dios Padre tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor, Él calma nuestros deseos más profundos. Como un Padre bueno y misericordioso, desea para nosotros la Vida nueva, y esta Vida es Él mismo, la Vida eterna.
Conclusión.
Lo realmente paradójico, es que en la cruz Jesús se manifiesta como el Sediento que nos da de beber. El mismo que dice “tengo sed” es el que nos dice: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba”. Y, ¿cómo lo hace? Nos dice la Escritura que, ya muerto Jesús, “uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y, en seguida, brotó del costado sangre y agua” (Jn 19, 34). Del Corazón traspasado de Jesús, el Sediento, brota el agua que sacia nuestra sed; el agua que nos da vida y que se convierte dentro de nosotros en un manantial que salta hasta la vida eterna.
Oración Final.
Señor Jesús, me estremezco al escuchar tu grito en la cruz: “Tengo sed”. Resuena en tus palabras no sólo tu entrega radical hasta vaciarte y quedarte casi como seco, sino resuena también, en el fondo, la sed de toda la humanidad. Resuena el sufrimiento de tantos enfermos a quienes le falta el oxígeno para respirar y resuena la impotencia de tantas familias en medio de esta pandemia atroz que nos toca vivir. En medio de esta noche, vamos alumbrados y guiados por esta Sed que has querido compartir con nosotros. Confiamos en Ti, Señor. Agradecemos tu cercanía. Y sabemos que Tú nos conducirás a la Fuente, a ese manantial que salta dentro de nosotros, que sacia nuestra sed y que nos llena de Agua Viva.
Una vez más, oramos con el poeta:
De noche, iremos de noche,
sin luna, iremos sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.