El Evangelio no está reservado para unos pocos elegidos

Justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos, todos son llamados por Dios para participar en el banquete nupcial (cf. Mt 22, 1-14), pero con una condición: que todos lleven el “traje de boda”, es decir, “el hábito de la misericordia”, que el mismo Dios nos dona gratuitamente, y que es “gracia que salva”.

Como todos los domingos, también este 11 de octubre, el XXVIII del Tiempo Ordinario, el Papa Francisco se asomó a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano para rezar junto con los fieles presentes la oración mariana del Ángelus. La meditación del pontífice, giró entorno al relato de la parábola del banquete nupcial, del pasaje evangélico del día (cf. Mt 22, 1-14). Con él, Jesús «perfila el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad”.

Dios no excluye a nadie.

La imagen que Dios Padre ha preparado para la familia humana, afirmó el Papa, es “una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su Hijo unigénito”. En la parábola, esto es representado por el rey que celebró el banquete de bodas para su hijo, haciendo llamar a invitados que rechazan la invitación porque tienen “otras cosas que hacer”. Como el generoso rey no quiere que la sala esté vacía, puesto que “desea regalar los tesoros de su reino”, envía entonces a los siervos a ir “a los cruces de los caminos”, y a invitar a la boda a “cuantas personas encuentren”.

Así se comporta Dios: cuando es rechazado, en lugar de rendirse, relanza y manda llamar a todos los que están en los cruces de los caminos, sin excluir a nadie.

Él envía a buscar a todos los que estén dispuestos.

Francisco explicó que los cruces de los caminos, a los que se refiere el evangelista, y a donde el rey envía a sus siervos a buscar a las personas, “son las periferias geográficas y existenciales de la humanidad”, en donde él tiene la certeza que encontrará “personas dispuestas a sentarse a la mesa”.

Así, la sala del banquete se llena de “excluidos”, de aquellos que nunca habían parecido dignos de asistir a una fiesta, a un banquete de bodas.

El Evangelio no está reservado para unos pocos elegidos.

Verdaderamente, el amo, el rey, dice a los mensajeros: «Llamen a todos, buenos y malos. ¡Todos!» Dios también llama a los malos. «No, soy malo, he hecho tantas…». Te llama: «¡Ven, ven, ven!». Jesús iba a almorzar con los publicanos, que eran los pecadores públicos, allí, eran los malos… Jesús, Dios, no tiene miedo de nuestra alma herida por tantas maldades, porque nos ama, nos invita.

La Iglesia – indicó el Papa – está llamada a llegar “a las encrucijadas de hoy”, a “esos lugares marginales, esas situaciones en las que se encuentran acampados y viven fragmentos de humanidad sin esperanza”. Se trata “de no apoltronarse en las formas cómodas y habituales de evangelización y testimonio de la caridad, sino de abrir las puertas de nuestro corazón y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio – remarcó – no está reservado a unos pocos elegidos”.

También los que viven al margen, incluso los rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Él prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos.

Revestirse de la misericordia de Dios, gracia que salva.

El rey, que representa a Dios Padre en la parábola, pone, sin embargo, “una condición”, señaló Francisco. La condición es la de “llevar el traje de boda”. El traje de boda simboliza “la misericordia que Dios nos da gratuitamente”, es “la gracia”, y, sin ella, “no se puede dar un paso en la vida cristiana”. Por ese motivo, “no basta con aceptar la invitación a seguir al Señor, hay que abrirse a un camino de conversión que cambie el corazón. El hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece sin cesar, es un don gratuito de su amor, es gracia. Y requiere ser acogido con asombro y alegría”: “gracias, Señor, por haberme dado este don”.

Tal como enseñó Francisco, en la parábola, el comensal que rechazó el regalo, “se excluyó a sí mismo”, y, por lo tanto, el rey “no puede hacer nada más que echarlo”: “¿por qué?”, preguntó el Papa. Y explicó: “Porque no quiso aceptar el regalo. Porque la llamada de Jesús, la llamada de Dios es un regalo. Es un don. Es gracia”.

Este hombre aceptó la invitación, pero luego decidió que no significaba nada para él: era una persona autosuficiente, no tenía deseos de cambiar.

Por este motivo, al concluir su reflexión, Francisco elevó su oración para que “María Santísima nos ayude a imitar a los siervos de la parábola evangélica y salir de nuestros esquemas y estrechez de miras, anunciando a todos que el Señor nos invita a su banquete, para ofrecernos la gracia que salva, para darnos el don”.