En este Viernes Santo, el Cardenal Carlos Castillo presidió el oficio de la Pasión del Señor desde el Santuario de Las Nazarenas. En su homilía, el arzobispo de Lima hizo un llamado a que, dejándonos interrogar e interpelar por la entrega de Jesús en la Cruz, aprendamos a donarnos generosamente y anonadarnos como Él lo hizo.
Homilía del Cardenal Carlos Castillo (leer transcripción)
Todos los años, el Viernes Santo, nos reunimos a escuchar este relato con el evangelio de Juan (18, 1–19, 42), que tiene una importancia muy grande porque es el testimonio que la comunidad cristiana reunió con más profundidad para que aprendamos todos a ser testigos de la verdad.
Ser testigos de la verdad significa ser testigos de que Dios es amor y que, en ese amor que Dios nos ha concedido gratuitamente en su querido Hijo, hemos de introducirnos como Jesús se introdujo en este mundo para compadecernos de los dolores y de los pecados de los seres humanos y acompañarlos a salir de los entrampes que la historia nos crea, y que también las malas intenciones en la historia nos destruyen, nos torturan, nos trituran.
Por eso, hermanos y hermanas, al contemplar estos textos y tomarnos el tiempo largo para meditarlos, es preciso que sepamos que Jesús siempre estuvo delante, siempre tomó la delantera de la iniciativa de testimoniar a su Padre. Es verdad que a Jesús lo matan, le organizan una celada y un juicio falso, una serie de mentiras; pero, sabiendo que la maldad humana existe, para quebrar internamente todos los males y todos los pecados de los seres humanos, Jesús toma la iniciativa.

Ya lo había dicho antes de la pasión: “A mí, mi vida, nadie me la quita. Yo la doy voluntariamente. Tengo el poder para donarla y el poder para recobrarla”. Por esa razón, esta invitación a ser testigos es lo que sintió la primera Iglesia, que abundó de mártires, de personas que le hablaban a un mundo en destrucción basado en el poder, en el dinero y en el desprecio de los pobres. Y los cristianos estaban dispuestos a ir a los lugares más terribles, como a los leones de los coliseos, o a afrontar los problemas pacificando. Ellos estaban dispuestos a morir para que se sellara, con ese testimonio, que lo que había hecho Jesús era un acto de bondad que llamaba, interpelaba y hacía posible que se convierta un mundo y unas personas que están fundadas en otros valores.
No se buscaba imponer el cristianismo, sino suscitar un nuevo tipo de fe que va más allá de los dioses que nos construimos los humanos, que va desde el “dios dinero” hasta dioses totalmente lejanos que no se identifican con los problemas humanos y que son indiferentes a las grandes esperanzas, especialmente, de los que más sufren.
Hoy, hermanos y hermanas, estamos nuevamente asediados en el mundo y en el Perú por todos esos tipos de exacciones y maltratos, de intereses y de dioses arrogantes que no son el verdadero Dios. Y nosotros que somos un pueblo creyente, que todos los años no solamente festeja una vez la Semana Santa, sino que tiene su “Semana Santa” de octubre con nuestro Señor de los Milagros, estamos llamados a interiorizar en nosotros, a convertirnos y pedirle al Señor que nos dé la gracia de vivir auténticamente nuestra fe, con justicia, con verdad, con amor verdadero, en donde recemos intensamente y, simultáneamente, golpeemos el mazo.
“A Dios rogando y con el mazo dando”, con el servicio, con el trabajo permanente. Y, así, intentar convencer con el corazón para que nuestro pueblo sea capaz de reaccionar y de impedir un desastre catastrófico de todos. Ya desde los inicios de la República, nuestros sacerdotes peruanos, provincianos, plasmaron la primera constitución basada en la unidad y en el amor. Ellos emitieron un precioso manifiesto llamando al encuentro con las poblaciones indígenas que se sintieran ciudadanas acogidas por el estado peruano; no para ser un país y un estado peruano católico, sino para hacer que los valores católicos de la fe, que coinciden con los grandes valores humanos, se pudieran vivir en plenitud en nuestro país.
Todos aquellos sacerdotes y laicos que ayudaron plasmaron una constitución que llamaba a que seamos todos plenamente peruanos, iguales los unos a los otros, que se apoyan y se ayudan.
Jesús vivió una situación muy parecida en su pueblo; desgraciadamente, los hebreos no le hicieron caso. Los sacerdotes, con un conservadurismo extremo aplicando la ley a diestra y siniestra en forma arbitraria, no escucharon y vino a la catástrofe porque, en el año 135, expulsaron a todos los hebreos de Palestina y tuvieron que ir a caminar por el mundo.


Por eso, la Iglesia que estaba en este caso dirigida y orientada por San Juan Evangelista, el discípulo amado de Jesús trató de suscitar en todos los cristianos que tuvieron que acompañar a los hebreos en esa huida a una Iglesia en camino para acompañar y alentar a la gente a poder hacer de ese imperio romano tirano y asesino, hacerlo también la posibilidad de un encuentro de comunidades (lo que después de siglos se desarrolló, en cierto modo, en el feudalismo).
Hermanos y hermanas, estamos en una época similar y debemos tener mirada más ancha, todos los cristianos, para ver cómo hacemos que este mundo no caiga en la destrucción, en el despedazamiento, en la tiranía, para acabar con las poblaciones más pequeñas, más solitarias, y que son la mayoría de la humanidad.
Que Dios nos ayude en este testimonio porque sabemos que es difícil y que vamos a sufrir mucho; pero tenemos que dejar ese testimonio que el Señor dejó porque Él mismo, con su ser, dio posibilidad de que comprendamos que la humanidad necesita de la presencia de Dios para salir de cualquier entrampamiento.
Dios nos ayude y que nuestra devoción más profunda y más famosa mundialmente nos ayude a alimentar la hermandad, no solamente de la Hermandad del Señor de los Milagros, sino la hermandad como constitución humana nueva en toda la humanidad en adelante con nuestro testimonio y con nuestra voluntad de ser un país humano.