Gutiérrez falleció a los 96 años tras una intensa labor pastoral y académica, cuestionada por los sectores conservadores, que consistió en reivindicar a quienes son invisibles y carecen de derechos.
Escribe: Renzo Gómez Vega (El País)
Enseñaba la palabra valiéndose de películas, poemas y otras referencias literarias; consideraba que la función de la teología no solo debía interpretar el mundo, sino transformarlo; y creó una corriente que remeció las estructuras católicas al proponer que la Iglesia tuviese un rol más social y comprometido con los pobres. Gustavo Gutiérrez Merino Díaz, el padre de la teología de la liberación y uno de los peruanos más universales, murió el último martes en Lima a los 96 años. Así lo informó su orden religiosa, los Dominicos.
Gustavo Gutiérrez nació un 8 de junio de 1928 en el seno de una familia humilde en Lima. Padeció en la adolescencia de una infección a los huesos llamada osteomielitis que le impidió llevar una infancia convencional, pero a cambio le permitió descubrir en los libros el gusto por el conocimiento. Estudió algunos ciclos de Medicina en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y letras en la Pontificia Universidad Católica hasta que la fe le develó su verdadera vocación. Fue ordenado sacerdote en 1959, recién entrado en los treinta, se licenció en Filosofía por la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, y décadas más tarde alcanzó el grado de doctor en teología en Francia, por la Universidad Católica de Lyon.
En 1971 publicó su obra más famosa, traducida en más de veinte idiomas, con la cual se ganó el reconocimiento y al mismo tiempo el recelo de diversos sectores de la Iglesia: Teología de la liberación: perspectivas. Gutiérrez contaría después que esta corriente que propone una nueva lectura del Evangelio siguió la estela del Concilio Vaticano II, realizado entre 1962 y 1965, así como la Conferencia Episcopal celebrada en Medellín, en 1968.
“No se trata de elaborar una ideología justificadora de posturas ya tomadas, ni de una afiebrada búsqueda de seguridad ante los radicales cuestionamientos que se plantean a la fe, ni de forjar una teología de la que se deduzca una acción política. Se trata de dejarnos juzgar por la palabra del Señor, de pensar nuestra fe, de hacer más pleno nuestro amor y de dar razón de nuestra esperanza desde el interior de un compromiso que se quiere hacer más radical, total y eficaz. Esto es lo que busca la llamada teología de la liberación”, escribió el sacerdote peruano en las primeras páginas de su libro más célebre.
El arzobispo de Lima y flamante cardenal, Carlos Castillo Mattasoglio tuvo unas sentidas palabras hacia Gustavo Gutiérrez, a quien conoció a fines de los sesenta cuando este era asesor nacional de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC). Es más, como contó en una reciente columna, publicada en El País, fue testigo de cómo aquella corriente reformista iba a llamarse en un inicio Hacia una teología del desarrollo y cómo después Gutiérrez padeció una persecución orquestada por Luis Fernando Figari, el fundador del Sodalicio de Vida Cristiana, un grupo religioso de gran poder cuya cúpula ha sido expulsada recientemente por pederastia y múltiples abusos.
“Pequeño como era y con sus dolencias en la columna vertebral, supo desde su pequeñez anunciarnos el Evangelio con fuerza y con ánimo. Estamos tristes por su partida, pero alegres porque tenemos en el cielo a una persona que nos acompañará para seguir haciendo nuestra misión de conformar una Iglesia renovada que sirve a los pequeños, a los últimos y en donde cabemos todos”, expresó el cardenal Castillo.
Apasionado por el cine de Luis Buñuel, Gustavo Gutierrez solía recomendar en los claustros académicos la película Nazarín, drama inspirado en la novela de Benito Pérez Galdós que cuenta la historia de un cura compasivo que predica el Evangelio rodeado por dos prostitutas. La socióloga Catalina Romero, una de sus alumnas en la Pontificia Universidad Católica, narra cómo eran sus clases en Entre la tormenta y la brisa (2010), un libro que reúne una serie de ensayos y testimonios a modo de homenaje. “Gustavo llegaba de Europa con muchas ideas y proyectos y con el entusiasmo de haber vivido una Iglesia católica en pleno proceso de autorreflexión y de cambio. […] Se trataba de entender que el cristianismo es una propuesta de vida, que podía dialogar con confianza con cualquier otra propuesta, fuera esta mundana, como el existencialismo, el marxismo, el liberalismo, o fuera religiosa”.
En 2018 el papa Francisco le envió a Gustavo Gutiérrez una carta por su nonagésimo cumpleaños. Sus cálidas palabras representaron un espaldarazo para quien como él propone una opción preferencial por los pobres. “Me uno a tu acción de gracias a Dios y también a ti te agradezco por cuanto has contribuido a la Iglesia y a la humanidad, a través de tu servicio teológico y de tu amor preferencial por los pobres y los descartados de la sociedad”.
A la par de su labor como párroco en la capilla Cristo Redentor en el distrito limeño de El Rímac, el padre de la teología de la liberación participó en la gestación de diversos proyectos religiosos y culturales. En 1974 fundó el Instituto Bartolomé de las Casas, un centro de reflexión y formación integral; en 1995 fue elegido miembro de la Academia Peruana de la Lengua; en el 2003, junto al legendario escritor polaco Ryszard Kapuscinski, recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades por “por su coincidente preocupación por los sectores más desfavorecidos y por su independencia frente a presiones de todo signo”.
Merecedor de la distinción de doctor honoris causa en universidades de Alemania, Holanda, Suiza, Estados Unidos, Argentina y Perú, Gustavo Gutiérrez publicó alrededor de veinte libros. Sus títulos refuerzan desde qué lado reflexionó sobre la fe y la doctrina de la Iglesia: La fuerza histórica de los pobres (1979), Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente (1986), ¿Dónde dormirán los pobres? (2002) son algunos de ellos. Gutiérrez será velado desde este miércoles en la Sala Capitular del Convento Santo Domingo, en el Cercado de Lima. Para la posteridad queda un inmenso legado que bien podría resumirse en su definición de pobreza: “Cuántas veces se ha pretendido que la pobreza es algo así como un hecho natural, casi una fatalidad, un destino y no como lo que es en verdad: una condición creada por manos humanas y, por lo tanto, susceptible de ser cambiada”.