Escribe: Severino Dianich
¿Gustavo? Gustavo era él, Gustavo Gutiérrez. Es costumbre de los latinoamericanos conocerse por su nombre, incluso internacionalmente, y llamarse por su nombre. Pero Gustavo Gutiérrez es, y sigue siendo, ese Gustavo, él y no otro, que en su teología tenía una intuición de fe, que determinó toda una época de fervientes debates en la Iglesia y le dio un impulso de gran importancia.
Lo había conocido por primera vez en 1980 en un evento organizado después del Concilio por el profesor Alberigo con el Instituto para las Ciencias Religiosas de Bolonia (Congar también estaba allí, llevado en silla de ruedas por el padre Legrand). Con Gustavo habían venido dos discípulos suyos, Manuel Vassallo, quien murió prematuramente después de una vida dedicada al servicio pastoral de los pobres del Surandino, procedente de Lyon; y Carlos Castillo Mattasoglio, actual arzobispo de Lima, procedente de Roma, ambos destinados a convertirse en grandes amigos.
Con Gustavo nos hemos encontrado otras veces, en Seveso en un Congreso de la Asociación Teológica Italiana (la grabación de su conferencia está aun visible en el sitio web de ATI) y en Lima más de una vez. Pero me es particularmente querido el recuerdo de Gustavo, en una noche de verano, con otros amigos, cenando bajo la pérgola, entre la cocina y el huerto de la rectoría de la parroquia de Caprona.
No era lo que dicen, un hombrote: bajito, cojeando por la osteomielitis sufrida en la infancia, su rostro moreno de mestizo, pero rostro que impresionaba por sus ojos móviles y penetrantes. Todo lo contrario al tipo que pretende hacerse el importante. Ya anciano se hizo fraile dominico. Se comentó alguna vez que lo hizo también para sentirse un poco más protegido en una Iglesia latinoamericana entonces liderada por varios obispos del Opus Dei. Su funeral se celebrará en la Iglesia de Santo Domingo que, en mi recuerdo de un viaje en 1983, la veo con la puerta de entrada custodiada desde dentro por los mineros en huelga, que la habían tomado.
Obviamente, la Iglesia nunca se ha olvidado de los pobres, y nunca han faltado iniciativas e instituciones destinadas a ayudar a los pobres, incluso de altísima calidad. Ni siquiera la reflexión teológica habría podido ignorar el problema. Sin embargo, esa reflexión teológica se situaba exclusivamente en el plano moral y en una perspectiva eminentemente personal. Sólo a finales del siglo XIX se tomó conciencia de que el problema no era sólo de carácter moral, sino que se trataba de un problema político fundamental, que con León XIII, el magisterio comenzó a elaborar una doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, sólo con la teología de la liberación, de la que Gustavo fue el iniciador y el principal protagonista, se pasó de la consideración de nivel ético, sociológico y político de los pobres a la configuración de su propio estatuto teológico, que lo posiciona de manera importante en el marco de la teología fundamental, la cristología y la eclesiología.
El Concilio Vaticano II no podía dejar de abordar el problema en todos los campos, pero se había encontrado, de hecho, muy condicionado por el miedo generalizado, compartido por algunos de los Padres, de que pudiera aparecer que una lucha en defensa de los derechos de los pobres, en medio de unos años en los que la tensión entre el mundo occidental y el mundo comunista era todavía muy fuerte, fuera considerada como un compartir la ideología marxista de la lucha de clases. La debilidad de los debates conciliares fue compensada, en cierto modo, por la reflexión sobre el tema de la pobreza de un grupo de obispos, reunidos en el Colegio Belga, casi enfrente de la «manga larga» del Quirinale, que había sido la residencia papal hasta 1970, un genius loci particularmente provocador. El grupo, a petición explícita de Pablo VI, elaboró un Informe sobre la pobreza en la Iglesia, que luego le fue presentado, firmado por más de 500 obispos. En este contexto, había madurado el Pacto de las Catacumbas de unos cuarenta obispos que, en una celebración eucarística en la catacumba de Domitila, se comprometieron ante Dios a renunciar a la sustancia y a los signos de un episcopado aun ligado al mundo de la antigua nobleza y decidiéndose a adoptar un estilo de vida pobre en su vida personal.
Tres años después, el episcopado latinoamericano, en la II Conferencia General de Medellín, planteará el problema de la pobreza de la Iglesia y su responsabilidad hacia los pobres y sus luchas por la justicia. Uno de sus protagonistas más influyentes fue Gustavo. Eran los años de las dictaduras y parecía a algunos que la única posibilidad de acción concreta era abrazar la lucha armada, como lo haría Camilo Torres, muerto en una acción guerrillera en 1966. A pesar de las críticas y hostilidades de todo tipo fue la teología de la liberación (1971 se publica como libro) la que mantuvo viva en la Iglesia la conciencia de que el compromiso por la liberación de los pobres era una parte esencial de la misión, que había de afrontar sus condiciones de pobreza y, no pocas veces, de degradación espiritual.
Por su naturaleza, Gustavo no era proclive a las polémicas, pero tuvo que defenderse no sólo de la desconfianza de los funcionarios del antiguo Santo Oficio, sino también de los prolongados y duros ataques promovidos no sólo por los círculos más tradicionalistas de la Iglesia, sino también por las grandes potencias económicas americanas que percibían que la fuerza oculta de su teología era capaz de alimentar en los pobres su conciencia de liberación. Se recordará que la administración Reagan de los Estados Unidos, en esos años, promovió y financió las misiones de los evangélicos en América Latina, una poderosa contraparte de la teología de la liberación.
La historia posterior le hizo justicia. La teología de la liberación hoy ya ni siquiera necesita jactarse de su nombre histórico, porque la opción preferencial por los pobres de la Iglesia forma parte hoy del patrimonio común de la conciencia de la fe. Así pues, la llegada de Jorge Mario Bergoglio al pontificado le está dando una grandísima importancia. Para recordar dignamente a Gustavo, el día de su muerte, bastaría recordar que sin Gustavo, hoy, no existiría Francisco.