Seminarista Jesús Choy: El Señor crucificado nos mira desde su cruz

“Si dices que no has sufrido nada aún, entonces no has empezado a ser cristiano” (Comentario a los Salmos, San Agustin de Hipona) Esta frase de San Agustín, me inquieta la conciencia a diario, haciendo que me cuestione si realmente sé sufrir, si soy consciente del sufrimiento de los demás y sobre todo si encuentro a Dios en mi propio sufrimiento. El sufrimiento es un misterio que forma parte, no solo de nuestra vida, sino de la fe misma.

Y por eso hoy estoy aquí, delante del Santo Cristo de los Milagros, Cristo que en su dolor y quietud ha visto pasar generaciones de peruanos, rostros cansados y llantos agradecidos, de creyentes y no creyentes. Delante de este Cristo que mantiene aún los brazos abiertos; quiero meditar con ustedes ese conmovedor relato de los ladrones crucificados con Jesús, relato que tiene por hilo conductor el sufrimiento y donde se entrelazan: el reclamo del ladrón que pasará a la historia como malo, el arrepentimiento del buen ladrón, la súplica del mismo y la promesa generosa de Jesús. Cuatro momentos constantes en nuestra vida: el reclamo, el arrepentimiento, la súplica y la promesa. 

Todo empieza con el reclamo de aquel delincuente, reclamo que, ya sea blasfemo o legítimo, es la reacción ante una realidad que hiere con violencia: “¿No eres tú Dios, el Cristo? ¿no hacías milagros? ¿Por qué no te salvas y nos salvas de todo este dolor? ¿Por qué tenemos que sufrir clavados a esta cruz?

Hoy, bajando la cabeza y auscultando lo profundo de mi corazón, descubro, ahí en lo secreto, este mismo reclamo: ¿Señor porque no haces nada? ¿Por qué permaneces impávido ante la pandemia? ¿Por qué no terminas con este virus? ¿Por qué tanto sufrir?”

Es el grito que tengo hundido en el pecho, es el reclamo que tantas veces he ocultado entre los labios, pero que sigue ahí: irreverente, resentido, dolido por lo “injusto” de la vida.

Y Cristo calla. Siente, pero calla. Va más de dos horas, desnudo y clavado, tiene el cuerpo destrozado, lleno de heridas, la sangre y el sudor se mezclan en su piel desgarrada. Aun así, imagino cómo con esos ojos cansados, pero ardientes de amor, miró al ladrón con paciente ternura; y le mostró que también tenía clavos, que también estaba colgado en esa cruz, que también estaba solo y abandonado, que iba a morir por falta de aire, que estaba pasando por lo mismo.

Y es que el ladrón crucificado se ha encerrado en su dolor, se ha olvidado que le está reclamando a otro crucificado, quizá en peor estado. Es la cerrazón egoísta que mata, que sigue robando vidas, que mira solo en provecho propio.

Hoy, el Señor crucificado nos mira desde su cruz y nos pregunta con la mirada tierna y dolida: ¿Quieres seguir reclamándome, hundido en tu propia angustia? ¿No ves que, como tú, tampoco puedo con mi dolor? Hijo mío, hija mía, mírame aquí clavado no estoy lejos de ti, estoy contigo, en medio de tu angustia, en medio de tu dolor insoportable, en tus hambres y carencias estoy contigo.

Después del reclamo viene el arrepentimiento.

A veces parece que necesito reclamarle a Dios, para luego darme cuenta de la verdad de mi drama, y reconocer mi pecado arrojándome a los brazos de Cristo.

“Nosotros sufrimos condena justamente, porque pagamos nuestras culpas” dijo el ladrón reflexionando sobre su propia vida.

Aceptar y reconocer esa es la actitud que cambia todo. Abrazar mi vida entera, con todo lo que implica una vida, con esas espinas que mezclan mi sangre con el rojo de la Rosa. Saber amar la vida, con sus cruces y crucifixiones, con sus humillaciones inacabables, con su pasado doloroso, con sus rupturas y resurgimientos.

Y saber reconocer mi pecado, mis búsquedas egoístas, mi cerrazón ante el sufrimiento del otro. Saber reconocer que innumerables veces le doy la espalda a Dios, que me cierro a su amor transformador, que huyo de su misericordia.

Aquel ladrón, el del grito desesperado, se quedó solamente en el reclamo, este ladrón en cambio, reconoce su falta, se arrepiente, y suplica un sentido a su vida. Y ya no tiene más peros, ni excusas, ya no tiene dudas, simplemente abraza la cruz porque sabe que es lo mejor para él. Lo más justo. Lo más adecuado.

Ya no se siente solo en su dolor, ahora está acompañado, hay alguien que sufre lo mismo, hay alguien que comparte su dolor.

Y yo ¿Sé reconocer mi pecado y abrazar en mi vida el esignio de mi Padre Dios?

La súplica.

Solo cuando un corazón ha reconocido su debilidad y se deja a abrazar por la misericordia de Dios, brota como una flor la súplica viva que llega a los oídos de nuestro Dios: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”.

Jesús, acuérdate de mi
No me dejes en el olvido señor
Acuérdate de mí, porque no tengo quien me recuerde.
Acuérdate de mí, porque no tengo historia, ni familia, ni amigos.
Acuérdate de mí, porque necesito que alguien mire por mi vida.
No quiero morir solo Señor
Sé que no he sido el mejor
Sé que me he portado mal por mucho tiempo
Me alejé tontamente de tu amor
Me escondí de tu presencia
Delinquí tantas veces
Pero no quiero morir así
Tan solo grábame en tus ojos
No permitas que desaparezca en la nada
Que mi vida acabe en el vacío
Que me pierda en el sinsentido
Guárdame en tu corazón abierto
Y cuando llegues a tu reino
Recuérdame como quien sufrió a tu lado
Como tu indigno compañero de dolores
Como el que te hizo más llevadera la muerte en esa cruz desde otra cruz.
Y sálvame junto a ti
Llévame al paraíso,
al lugar donde se hace realidad tu reino
Ese reino de justicia y de verdad
Ese reino donde no hay marginados, porque todos somos hermanos
Ese reino donde no hay más cruces, porque la deuda está saldada.
Señor Jesús
Acuérdate de mi
Cuando llegues a tu reino.

Finalmente, todo se cierra con una promesa:

Quisiera que al final de nuestras vidas siempre haya una promesa. Más allá del vértigo de elegir entre las múltiples posibilidades que te da la vida, quisiera que todos los caminos terminaran en esta promesa:

“Hoy estarás conmigo en el paraíso”
Hoy, no después, no mañana, para Dios es hoy, para Dios es ahora.
Siento como si me dijera:
Hijo te quiero hoy conmigo,
Hoy quiero hacer de tu infierno un paraíso.
Me pides que me acuerde de ti, pero cómo se me va a olvidar
Si te vi al lado mío sufriendo, si tus gritos se mezclaron con mis gemidos.
Hijo mío, no me puedo olvidar de ti, porque el mismo dolor nos atraviesa.
Por eso hoy quiero llevarte conmigo, hoy quiero tenerte a mi lado.

Quiero terminar esta meditación orando con un texto de Dom Pedro del Araguaia (Las siete palabras de Cristo en la Cruz, Pedro Casaldáliga).

Tu corazón sin puertas, siempre abierto,
¡qué fácil es robarte el Paraíso!
Bandidos todos nosotros,
depredadores
del Cosmos y de la Vida,
sólo podemos salvarnos
asaltándote, Cristo,
en nuestro «hoy» diario-
esa Misericordia que chorrea en tu sangre…
Tu blando silbo de Buen Pastor nos llama.
Tu corazón reclama, impaciente,
a todos los marginados,
a todos los prohibidos.
Tú nos conoces bien, y nos consientes,
hermano de cruz y cómplice de sueños,
compañero de todos los caminos,
¡Tú eres el Camino y la Llegada!
Amén.